La familia constructora de la Civilización del Amor
Autor: Equipo de redacción ROL webmaster@san-pablo.com.ar
Amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor (1Jn 4, 7-8).
La familia, como Iglesia doméstica, expresión concreta de la Iglesia, constituye la base de la civilización del amor, de la cultura del amor. La civilización del amor se inspira en las palabras del Concilio: “Cristo... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (Gaudium et Spes 22). Por esto se puede afirmar que la civilización del amor encuentra su fundamento en Dios que es amor, expresado concretamente en el himno de Pablo a los Corintios (1Cor 13, 1-13) sobre la caridad. Esta civilización reclama los frutos del amor que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5, 5), don que hallamos en el ámbito de la familia.
La familia, camino de la Iglesia, es invitada a caminar por el mundo construyendo la civilización del amor, en la cual encuentra la razón de su ser cumpliendo una unción en favor de las mismas familias. La familia es el centro y el corazón de la civilización del amor.
Es importante tener en claro: no hay verdadero amor si no tenemos conciencia de que Dios es Amor y que ama concretamente a cada hombre que llama a la existencia. A ese hombre que lo creó a imagen y semejanza suya, lo hizo varón y mujer, lo que significa que fue creado para la comunidad de amor (Cfr. Gn 1, 27). Por este motivo, los miembros de la familia sólo pueden encontrar su plenitud mediante la entrega sincera de sí mismos en el amor. Sin esta entrega total entre los esposos, de padres a hijos, entre hermanos, sin esta comunión de personas en familia, no puede haber civilización del amor, y por contrapartida, sin ella es imposible descubrir la grandeza del hombre y construir la comunión en el amor entre los miembros de la familia.
Aunque es importante señalar que la familia, para cumplir la misión como Iglesia doméstica y como célula fundamental de la sociedad, necesita de Cristo para no estar expuesta a la amenaza de los vientos que pueden venir tanto de dentro como de fuera. Porque, si por un lado existe la civilización del amor, por otro está la posibilidad de una anticivilización destructora, como demuestran hoy tantas tendencias y situaciones de hecho. Vientos que muchas veces comprometen la misma verdad.
¿Quién puede negar que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como profunda crisis de verdad? Crisis de verdad, significa, en primer lugar, crisis de conceptos. Los términos “amor”, “libertad”, “entrega sincera” e incluso “persona”, “derechos de la persona”, ¿significan realmente lo que por su naturaleza contienen?
Solamente si la verdad sobre la libertad y la comunión de las personas en el matrimonio y en la familia recuperan su esplendor, empezará verdaderamente la edificación de la civilización del amor y será entonces posible hablar de dignidad del matrimonio y de la familia.
El desarrollo de la civilización contemporánea está vinculado a un progreso científico-técnico que no siempre contribuye a la verdad, sino que tiene características puramente positivas, que en un nivel ético-práctico se expresa en un utilitarismo. El utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización de las “cosas” y no de las “personas”; una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas. En esta sociedad utilitarista, que propone la civilización del placer, la mujer puede llegar a ser objeto para el hombre. Los hijos se presentan como un obstáculo para los padres. La familia se muestra como una institución que dificulta la libertad de sus miembros. Para convencernos de esto basta mirar ciertos programas de educación sexual introducidos en las escuelas, donde sólo se proclama el individualismo y el egoísmo, las corrientes abortistas, que escondiéndose detrás de un llamado “derecho de elección” por parte de los esposos o de la mujer, enarbolan banderas de egoísmo muy profundos y dañinos frente a la transmisión del don de la vida. La civilización del amor debe luchar frente a la civilización del individualismo y del egoísmo; la cultura de la vida debe enfrentar actualmente la cultura de la muerte.
Es evidente que en semejante situación cultural, la familia no puede dejar de sentirse amenazada, porque está acechada en sus mismos fundamentos. Lo que es contrario a la civilización del amor es contrario a toda verdad sobre el hombre y es una amenaza para él: no le permite encontrarse a sí mismo ni sentirse seguro como esposo, como padre, como hijo. El llamado “sexo puro”, propagado por la civilización técnica, es en realidad, bajo el aspecto de las exigencias totales de la persona, radicalmente no seguro, e incluso gravemente peligroso. En efecto, la persona se encuentra ahí en peligro, y, a su vez, está en riesgo la familia. Peligro que se concreta en la pérdida de la verdad sobre la familia, a la que se añade el riesgo de la pérdida de la libertad y, por consiguiente, la pérdida del amor mismo. “Conocerán la verdad –dice Jesús– y la verdad los hará libres” (Jn 8, 32). La verdad, sólo la verdad, los prepara para un amor del que se puede decir que es hermoso.
La civilización del amor evoca la alegría porque un hombre viene al mundo (Cfr. Jn 16, 21) y, consiguientemente, porque los esposos llegan a ser padres. Civilización del amor significa “alegrarse con la verdad” (Cfr. 1Cor 13, 6); pero una civilización inspirada en una mentalidad consumista y antinatalista no es ni puede ser nunca una civilización del amor. Si la familia es tan importante para la civilización del amor, lo es por la particular cercanía e intensidad de los vínculos que se instauran en ella entre las personas y las generaciones. Sin embargo, es vulnerable y puede sufrir fácilmente los peligros que debilitan o incluso destruyen su unidad y estabilidad. Debido a tales peligros, las familias dejan de dar testimonio de la civilización del amor e incluso pueden ser su negación, una especie de antitestimonio. Una familia disgregada puede, a su vez, generar una forma concreta de “anticivilización”, destruyendo el amor en los diversos ámbitos en los que se expresa, con inevitables repercusiones en el conjunto de la vida social.
Un hogar nuevo se construye en el amor, y desde ese hogar es posible construir la civilización del amor defendiéndose de la cultura de la muerte.
Señor Jesús, queremos construir la civilización que tú iniciaste:
la civilización del amor. Para esto, ayúdanos a superar en nuestra familia,
las tendencias al egoísmo y al individualismo: que sepamos defender nuestros vínculos
con profundos lazos de amor. Te pedimos, Señor, que nuestro hogar sea un profundo testimonio
del amor y del aprecio por la vida. Que en cada casa prevalezca el valor de la persona
por sobre las cosas. Que la civilización del amor que deseamos construir desde nuestra familia,
encuentre un verdadero signo, en la misma alegría que debe brotar
desde la corriente de amor que circula por los miembros de nuestro hogar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario